Un día como otro cualquiera. Desperté y vi a mi alrededor todo como siempre, mi viejo ordenador, al cual cada vez le costaba más aguantar un día entero, mis mapas que llevaban formando parte de mi vida dos años, los mismos desde que empecé Geografía y mi cenicero, ese que me daba las buenas noches cada vez que me acostaba, acariciándome con el humo de mi cigarro aliñado.
Me levanté, con el mismo esfuerzo con el que me cuesta levantarme cada mañana, como si por la noche mis piernas se enraizaran entre las sábanas. Fui hacia el baño, pasando por encima de mi perro Moso, al cual también parecían pesarle las patas cada vez que se levantaba, estaba ya muy mayor pero la cara de cachorro no se le quitaría ni en 100 años de vida.
Cuando llegué al baño me miré al espejo: tenía ojeras, las mismas que desde hace un tiempo se posaban debajo de mis ojos, “tengo que descansar más”-pensé. Mi pelo estaba enredado entre sí y mis manos intentaron deshacerse de los nudos, sin mucho éxito. Me metí en la ducha y empecé a sentir como el agua me inundaba la piel. Hoy va a ser un buen día, lo presiento.
Me vestí rápido y subí las escaleras que llegaban hasta mi portal, llevaba subiendo esas escaleras 17 años, los cinco restantes los pasé en un pisito humilde en el Barrio de Vallecas. De aquella época apenas recuerdo nada y lo único que conservo es mi afición por el Rayito* y una cabalgata de reyes anual a la que nunca faltaba. En esa cabalgata nos juntábamos la familia, mis tíos, mi abuela, mis padres y mi hermano.
Según llegaba al metro me di cuenta de que me faltaba el mp3, siempre se me olvidaba algo. Entré en Gregorio Marañón y metí el billete en la máquina con cuidado, con cuidado porque desde hace un tiempo empleo el abono anual de mi madre y no me gustaría que me lo quitara algún revisor.
Cuando llegué a mi universidad había mucha niebla, el invierno estaba en pleno auge y no nos daba tregua. Llegué a clase 10 minutos tarde y me senté silenciosa en las filas del final. Desde mi mesa pude ver a Claudia, sentada en las filas de en medio y enviando un mensaje con disimulo, Pablo sentado a su lado intentaba leerle lo que ponía; ese chico no destacaba por su perspicacia. Clase de climatología, menuda fiesta- pensé.
Para fiesta la que me di anoche. Ocho horas de fiesta máxima junto a mi gente, bueno mi gente era una etiqueta que no sabía si realmente les correspondía, de ese grupo sólo había una persona que me importara, y lo hacía con demasiada fuerza, Rosa. Esa chica se había convertido en mi confidente desde hacía ya un año, pero si algo estaba claro es que la mayor confidencia todavía no se la había dicho: me moría por sus huesos. ¿Si ella lo sabía? Estaba claro que tonta no era y yo tengo la suerte o la desgracia de hablar con mi cara sin que salga ni la más mínima palabra por mi boca. A veces me ha venido muy bien porque me hace ahorrar palabras pero otras en cambio son mi peor castigo. Y cuando la veo besarse con Carmen es una de esas situaciones. Siento como si mi corazón explotara, intento no mirar, darle un trago a la copa o hablar con Elisa o Jana pero nada funciona. Es como si mi mente me dijera “yo valgo más, yo te haría feliz y tú no lo ves Rosa”. Pero claro, cualquiera la suelta esa perlita, cualquiera se atreve a decirla que duda que en algún momento la haya visto como una amiga y que daría todo por cogerla y llevársela con ella a Granada.
¡Ah! ¿No os lo había dicho? Este año me voy a Granada a vivir, a salir de este Madrid lleno de locos y de locuras, de gente que desea saber de los demás para llenar el vacío que sus tristes vidas le dan. Harta de llegar los viernes a la plaza y ver las mismas caras, ellos saben quién eres tú perfectamente, y yo para no contradecir conozco a casi todas. ¿Qué tienen en común? Que ninguna me hace desearla, no encuentro lo que yo busco por ninguna parte, quizá esté en Granada, quizá en algún otro lugar, pero lo que está claro es que en los 3 años que llevo saliendo por este barrio de Madrid en el que la libre orientación sexual está en cada esquina aún no he encontrado esa persona que se convierta en mi media naranja, porque cuando pensé que la había encontrado la naranja se convirtió en limón y con su sabor amargo me hizo descender de las nubes y dar de bruces contra el suelo. Esa caída dolió, dolió tanto que después de casi medio año hay días en las que las heridas siguen sangrando y las tiritas siguen estando a mano para ser utilizadas.
Cuando terminó la clase hablé con Carol sobre el trabajo de Campo que teníamos que hacer para el viernes, eso sin duda era de las mejores cosas que tenía mi vocación: el contacto con la naturaleza. No sabéis lo que me ha costado llegar hasta donde estoy, en Bachillerato repetí, lo cual me puso las cosas un poco más difíciles en mi vida, pero si hay algo que realmente influyó en mi futuro, que es ahora mi presente, fue mi condición sexual: como supongo que os imagináis a estas alturas soy lesbiana, ¿Desde cuándo? Yo creo que desde siempre. En el colegio mi amiga Elisa se convirtió en mi más inocente castigo, mi madre se enteró por una carta que la escribí pero por aquel entonces no quiso darle tanta importancia como se la daría años después.
El motivo fue mi relación con Raquel, era mi primer amor y quería gritar a los cuatro vientos que yo Iria, me sentía orgullosa de quererla, de poderle dar la mano mientras paseábamos, de los besos que nos dábamos, y tuve la valentía de decírselo a mi madre, ¿Su respuesta? No sabría ni como empezar, así que mejor os cuento el resultado: un piso de soltero en Pinto en el que vivíamos mi padre y yo, mi padre por defenderme de las malas palabras que se adueñaron por un tiempo de mi madre, y yo por ser la protagonista de esta historia: la bollera. De aquella época recuerdo mucho dolor, frustración y sobretodo la sensación de que toda mi vida se tambaleaba y yo no sabía por dónde agarrarla para que aquello no se derrumbara.
Cuadro: Pereza y Lujuria. 1866 Courbet